Benjamín Santamaría.
Viernes, 3 de noviembre de 2023. Quedo con unos amigos, pero algunos llegan tarde. Un rato más tarde van llegando. Vienen de Ferraz. “He salido en El Mundo”, dice uno sonriendo mientras me enseña una imagen en su teléfono. El motivo: la amnistía. ¿Sólo la amnistía? No. Estudiantes, trabajadores, empresarios, funcionarios… Todo tipo de gente se ha reunido de forma espontánea alrededor de la sede del PSOE más importante del país. Están hartos de no poder comprarse una vivienda, de ir saltando de trabajo en trabajo mientras buscan estabilidad, de no poder permitirse formar una familia. Gente normal con problemas normales.
Con ellos, un grupo de gente se ha reunido para protestar por su situación. Los tambores de amnistía alientan el descontento. De repente, aparece un conocido: “Mañana volvemos”. Yo me pregunto: “¿Para qué? ¿Qué se va a conseguir con esto?”.
Domingo, 5 de noviembre de 2023. Estoy en un bar con dos amigos. “¿Viste que Esperanza Aguirre cortó la calle Ferraz?”, me pregunta uno mientras me enseña un vídeo. Así era. La expresidente de Madrid se había colocado en medio de la carretera mientras decenas de personas coreaban a su alrededor. El viernes había pasado, y el sábado.
Tras ello, mientras me dirijo hacia casa caminando por las calles otoñales de la capital y, de repente, me vuelvo a encontrar con el mismo conocido del viernes. “Ya he visto que es un éxito eso”, le digo sonriendo. “Pues vente mañana, seguro que viene más gente”, me contesta. “Lunes…”, pensé, “el lunes trabajo”. Varios amigos me dicen que van. “Bueno, igual me animo”.
Lunes, 6 de noviembre de 2023. Después de trabajar, me desvío de mi ruta convencional y llego a Marqués de Urquijo. Desde arriba, se oye un ruido atronador, el ruido de muchas personas hartas cuya única herramienta es su voz. Aviso por teléfono a unos amigos, les digo mi posición. Al llegar, nos dirigimos a la parte inferior de la calle, junto a Ferraz. Mucha gente mayor, niños, familias, gente de traje que parecía venir de trabajar, jóvenes que venían de la universidad. Gente normal. Poco a poco nos acercamos a la valla. Un puñado de policías se encuentran en la otra parte. Gritamos. Evidentemente, ninguno de nosotros está acostumbrado a eso. No sabemos que es una manifestación, quitando cuatro marchas multitudinarias del pasado convocadas por algún partido o asociación. Eso sí, nadie había estado en esa situación, es decir, en algo que nace del pueblo, en una protesta construida a través del boca a boca. De repente, alguien enciende una bengala. “Qué peligroso eso”, pensé. El artefacto se consumió y continuaron los cánticos. Yo, sin embargo, retrocedí unos pasos para evitar un susto similar. Eso sí, entre unos y otros, a veces, existía un silencio desconcertante provocado por la falta de experiencia. “¿Ahora que decimos?”, pensábamos muchos mirándonos entre nosotros en reiteradas ocasiones.
“No nos moverán”, gritan. Pero, instantes después, comienzan los gritos, ya no de protesta, sino de miedo. Todos salen corriendo. Veo que huyen de una montaña de humo que ha surgido entre los primeros manifestantes. Instintivamente, me doy la vuelta y sigo a la masa sin entender lo que sucede. Mis ojos, mi nariz, mi lengua… Una irritación comienza a avanzar por mi rostro de abajo a arriba. Comienzan a salir las lágrimas de mis ojos. “¿Esto es manifestarse?”, pensé.
Pierdo a algunos amigos por el camino y me reúno con los que puedo a las afueras, lejos del bullicio. De repente, una bomba de humo surge del cielo. El ataque proviene de lejos pues ha dibujado una parábola achatada en el cielo. La humareda se extiende entre aquellos que se retiraban. Una anciana está apoyada en una farola escupiendo y con arcadas. Mis amigos y yo nos metemos por el primer desvío que encontramos. Corremos, queremos alejarnos de lo que está sucediendo. En la huída, un helicóptero apunta con un foco hacia nosotros y permanece en esa posición por tres segundos que a mí se me hacen horas. Empiezo a recibir llamadas de gente de fuera, de Galicia la mayoría. No puedo contestar.
Tras correr lo suficiente, llegamos a la calle Princesa, cerca de Moncloa. Nos detenemos y tratamos de analizar lo que acaba de suceder. Lo que acabamos de ver. Sin embargo, no acaba. Decenas de personas aparecen huyendo de algo. Vienen hacia nosotros. Continuamos alejándonos hasta llegar a una boca de metro, el de Moncloa, enormemente lejos del punto inicial.
“¿Qué hemos hecho?”. El suceso provocó que en los días siguientes muchas más personas comenzaran a ir a Ferraz. Yo fui en dos ocasiones más, cuando he podido. “Hemos encontrado donde les duele”, decía uno.
Al día siguiente, muchos comenzaron a usar actos violentos. Ese no era el espíritu inicial. Sólo quisimos emplear el único arma que tenemos: nuestra voz.