Nos hallamos en esos días del año en los que todos -porque, por desgracia, de contar alguna muerte cercana nadie se libra- recordamos y honramos a los seres queridos que ya nos han dejado.

Son días de especial sensibilidad para quienes hemos perdido a una parte de nosotros mismos. Porque así es como yo entiendo a quienes forman parte de mi familia o de mi entorno más cercano. Como una prolongación de mí mismo. Sin ellos, yo no sería nada ni nadie. Por eso, en cada pérdida hay un poco o un mucho de ti que se va para siempre con ellos.

Quizá como consecuencia de esa sensibilidad, recibo con especial preocupación noticias como que España ha registrado un exceso de mortalidad de más de 21.000 personas este verano. Por encima incluso de los veranos azotados por la pandemia. Solo durante el mes de junio hubo en nuestro país cuatro veces más de fallecimientos que en el mismo periodo del año anterior. Entre las causas que los expertos apuntan para justificar este desorbitado incremento están las sucesivas olas de calor que hemos padecido y otra que me parece de enorme relevancia: la saturación que provocó la pandemia en el sistema sanitario, con especial énfasis en la Atención Primaria, evitó que se diagnosticaran otras enfermedades cuyas consecuencias, mortales en muchos casos, estamos viendo ahora.

Está claro que un modelo sanitario más eficiente habría evitado muchas de esas defunciones. Pero es que en el terreno de la sanidad cada vez vamos a peor. Y sin visos de recuperar. Al contrario. Basta, por ejemplo, con ver como se trata en España a los profesionales de la salud. Un médico residente de R1 cobra entre 1.100 y 1.200 euros mensuales de salario. Es absolutamente indignante para una persona que ha tenido que estudiar seis años de carrera y después preparar el MIR. Y lo más grave es que este dato no es sino una muestra más del desprecio que los Gobiernos, y los cito en plural, están manifestando por la sanidad pública y sus profesionales, cada vez más maltratada y más maltratados.

Por contra, día sí día también, vemos como se malgasta y se derrocha el dinero del erario público en chiringuitos como el Consejo de Estado. Que ya me dirán ustedes para qué sirve o qué sentido tiene.

La hasta hace unos días la presidenta de esta “trascendental” entidad, la exvicepresidenta del Gobierno María Teresa Fernández de la Vega, anunció que renunciaba a su cargo. Pero ¡ay amigo!, ahora llega lo bueno, pasará a convertirse en consejera vitalicia del citado Consejo. Es decir, seguirá chupando del bote, pero con menos responsabilidades y menos trabajo, si es que alguna vez lo tuvo. Y para más inri, resulta que ya hay otros ocho consejeros que, como ella, ostentan ese merecimiento de por vida.

Que la cuestión no es que estén uno o estén otros. La cuestión es que no debería estar nadie porque esos chiringuitos deluxe deberían haber desaparecido hace ya mucho. Son una vergüenza.

¿Por qué no se dejan de una vez por todas nuestros gobernantes de derrochar el dinero público en entidades del todo innecesarias para el ciudadano y cuya única función es pagar favores y prebendas a determinados amiguetes y destinan ese presupuesto a lo que de verdad es importante? Por ejemplo, a quienes se dedican a salvar vidas.

Por José Luís Vilanova