“Nos poñemos as mortas e aquí non pasa nada…a extrema dereita do Partido Popular insiste no seu discurso negacionista e machista contra as mulleres e o colectivo LGTBI e rise do feminismo alí onde gobernan. Queren venganza porque para estes reaccionarios o que fixemos nos últimos anos é imperdoable…estamos fartas dos xuíces franquistas…a mocidade estudantil é na súa maioría feminista, antifascista, anticapitalista e internacionalista…”.
Este texto pertenece a un panfleto que revolotea estos días por algunos institutos de nuestra comunidad, convocando a una huelga en términos ultrajantes hacia personas y un partido político, tirando de esas hipérboles cargadas por el diablo cuando quiere fulminar el diálogo. Nada nuevo. Nada bueno.
También es frecuente encontrar clavadas en los corchos de algunas aulas la “bandeira da patria galega” representativa del nacionalismo independentista de izquierdas, portando una estrella roja en el centro.
Estos son dos ejemplos de manifestaciones políticas que podrían ser contestadas con otras de la misma naturaleza, pero ahora colocando la bandera del águila invocando una España grande y libre o por medio de libelos, convocando a la huelga en términos difamatorios contra la presencia de inmigrantes en nuestras ciudades.
Un instituto no puede albergar una bandera de ningún partido político ni panfletos de ningún sesgo ideológico y, sin embargo, los directores miran hacia otro lado e, incluso, alguno alienta estos comportamientos, bajo la falsa premisa de la libertad de expresión.
La realidad es que cuando esto ocurre, se levantan unas justificadas protestas de muchas familias reclamando que el centro educativo donde se educan sus hijos sea un espacio libre de violencia ideológica. Y tienen derecho a exigirlo así. ¿Por qué? Porque en escuelas e institutos sólo pueden ondear banderas institucionales, es decir, banderas constitucionales. Un instituto no es espacio para ninguna bandera de ningún partido político.
Nuestra Constitución establece en su artículo 4º que las banderas y enseñas propias de las comunidades autónomas se utilicen, junto a la bandera de España, en sus edificios públicos. Esto es precisado por los artículos 3º y 4º de la Ley 39/1981, que amplían el ámbito de aplicación a todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial, insular y municipal del Estado. En cuanto a la bandera oficial de Galicia, el artículo 2º de nuestro Estatuto de Autonomía establece sus características y las del escudo oficial.
Los directores de los centros docentes han de velar por la enseñanza de calidad e impedir cualquier intento de adoctrinamiento que pretendan unos u otros y comunicar de inmediato cualquier vulneración a la inspección educativa.
Y punto. Esto es lo que hay que cumplir. ¿Quién es, pues, el responsable del cumplimiento de estas normas en una escuela o instituto? Pues en primera instancia, la dirección del centro y en segunda, la inspección educativa.
Porque todo lo que se aparte de la norma establecida, sean folletos difamadores de personas o entidades o banderas no oficiales portando siglas representativas de una ideología política, es constitutivo tanto de falta o delito como de adoctrinamiento.
Porque un centro educativo deber ser refractario a este proceso de dogmatización juvenil, blindándose con la razón ante los asaltos de cualquier tipo de consigna política, venga de donde venga, entendida esta como impedimento para elaborar el pensamiento propio en absoluta libertad y con un profundo respeto hacia otras formas de pensar.
El verdadero conocimiento sale de uno mismo y es necesario combatir la contaminación ideológica en unas aulas que únicamente han de servir para la formación académica.
Es tarea docente evitar que las ideologías aniden en las aulas, pretendiendo inculcar como tiene uno que comportarse en un asunto concreto, siguiendo unas ideas determinadas por nadie sabe quién. No podemos olvidar que el verdadero conocimiento sale de uno mismo. No puede ser impuesto por otros. Y hacer que nuestros jóvenes descubran esto y eviten lo otro, es el objetivo prioritario de cualquier docente.
La escuela y la familia deben constituirse en la resistencia primigenia del espíritu. Pero ¿qué significa esto?
- Significa que es necesario enseñar y aprender a ser capaz de analizar, reflexionar y concluir, aguantando la intimidación de toda mentira blandida como verdad y soportando el contagio de toda embriaguez colectiva.
- Significa aprender a no ceder nunca al delirio de la responsabilidad colectiva de una comunidad u organización, sea cual sea.
- Significa aprender a pensar por sí mismo, sobrellevando el odio y el desprecio que esto puede traer consigo. “Si tienes en ti mismo una fe que te niegan y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan”, escribió Kipling hace más de un siglo.
- Significa sembrar en los espíritus juveniles la preocupación por comprender la complejidad de los problemas, en vez de claudicar ante una visión parcial, unilateral e interesada.
Y esto demanda enseñar y aprender a investigar, a verificar información y, por supuesto, a asumir que la vida, presente y futura, supone aceptar unas incertidumbres que ningún aprendiz de brujo nos va a descifrar.
Porque la historia es terca y nos dice que lo utópico puede servir para el arte, pero no para la política y menos para la educación porque acaba, invariablemente, siendo un disfraz de la opresión.
Nadie dijo nunca que educar fuera fácil. Sin embargo, no podemos bajar la guardia. Porque a medida que las preguntas se hacen más complejas en la vida de los adolescentes, aumenta su necesidad de encontrar respuestas sencillas, de un sólo tweet que culpabilice a unos supuestos enemigos de su circunstancia vital y que, al mismo tiempo, les garantice que, si los eliminan, sus problemas desaparecerán.
Es obligación de la escuela y de los profesionales que trabajan en ella que los jóvenes aprendan a confiar en sus ojos y en sus oídos y a desconfiar de unas imaginaciones permanentemente asaltadas y creadas sin miramientos éticos, por los medios de comunicación.
Este es el comportamiento tribal, de rebaño, que todo joven debería aprender a combatir. Es un comportamiento gregario que se niega a reconocer que lo fortuito, lo casual interfiere a menudo en la realidad.
Algunos partidos políticos llevan años desarrollando una estrategia de adoctrinar al alumnado en las aulas, a través de profesorado afín o gracias a los jóvenes militantes, y ha llegado la hora de que los responsables políticos y académicos pongan freno a este adoctrinamiento sin límite.
Las masas siempre están predispuestas a cualquier ideología porque éstas explican los hechos complejos de forma elemental, como consecuencias de leyes infalibles que eliminan todo lo derivado del ejercicio de la libertad individual en la condición humana, creando una omnipotencia mecanicista que tiene respuesta para todo.
La propaganda totalitaria engaña en su escapada de la realidad, con un ficción utópica e inalcanzable. Y esta es una dinámica contraria a la interacción social que se debe instalar en cualquier centro educativo. ¿Por qué? Porque sólo conduce al enfrentamiento, a la enemistad y al infierno de la violencia.
No está de más evocar a la siempre lúcida poeta polaca Wislawa Szymborska:
“Ved cuán activo está y qué bien se conserva el odio. Con qué ligereza salva obstáculos y qué fácil le resulta saltar sobre su presa. ¿Desde cuándo la fraternidad arrastra multitudes? ¿Ha llegado alguna vez la compasión primera a la meta? ¿A cuántos voluntarios seduce la duda? El odio sí seduce, ¡y cómo!, es perro viejo”.
Los jóvenes, hoy más que nunca, están sumergidos en una información oceánica procedente de los medios de comunicación y de las redes sociales, en las que cualquiera tiene licencia para escribir cualquier ocurrencia.
El ecosistema informativo creado, día a día, por la ansiedad del tweet está atravesado por un discurso maniqueo que, frente a la complejidad e incertidumbres, afirma sin matices, apuntala certezas y somete la realidad a dos categorías: verdad o mentira, éxito o fracaso, bueno o malo, conmigo o sin mí. Familiar, ¿no?
Y todos sabemos que la realidad no es así. Que no responde a esa mirada simplificadora. Que se sale con frecuencia de los raíles previsibles por los que intentamos, con melancólica tozudez, que circule.
Es necesario educar en la tolerancia y en el respeto al pensamiento diferente, en la comprensión de los razonamientos del oponente y en el fomento del diálogo para encontrar soluciones a problemas complejos.
El problema es que vivimos muy vinculados a nuestras ideas y si alguien o algo las cuestiona lo tomamos como si el cuestionamiento fuese personal. Esto levanta muros entre seres humanos e impide relacionarnos con personas de pensamiento diferente.
Y esto es un trabajo no sólo de la escuela sino también de las familias. Enseñar a derribar el fetiche de la ideología que siempre pretende conocer los misterios de la historia, los secretos del pasado, la complejidad del presente y, por supuesto, las incertidumbres del futuro. Es difícil porque en nuestro ADN llevamos impresa la necesidad de la tribu y la de demonizar a los otros para sentir que estamos en el lado correcto.
Pero ignorar esto es exponernos a cometer errores irreversibles en la educación de nuestros jóvenes. En los centros educativos es donde hay que aprender a pensar y a vivir en una democracia, la única utopía legítima que vale la pena transmitir en el aula.
La escuela deber formar ciudadanos libres entendiendo por tales, personas de mentalidad abierta, generosas y tolerantes.
Unos piensan que la democracia es el libre mercado. Otros que es solo votos. Pero, no. Creo que aprender a ser demócrata va mucho más allá. Es un sueño que es necesario aprender a amar primero y a realizar después. Y ese amor debe ser transmitido en la familia y en el centro.
Y ¿qué es lo que hay que aprender para ser demócrata? Pues una serie de prácticas, de adquisición de hábitos sobre cómo tratar a tus semejantes. Porque si no aprendes a sentir respeto por el otro y a ejercitar una voluntad de dialogo con el que piensa diferente, la escuela se revela inútil por muchos conocimientos curriculares que transmita y la democracia acaba derivando en un simulacro de formalismos vacíos.
La escuela deber formar ciudadanos libres entendiendo por tales, personas de mentalidad abierta, generosas, tolerantes, capaces de convivir con la ambigüedad y la incertidumbre, dispuestas siempre a entablar discusiones en las que no se crean obligadas a ganar y siendo conscientes siempre de que cualquiera que sea su ideología y religión, no serán nunca ni dogmáticos ni fanáticos.