Voy a explicaros mi visión. Es cierto que el sistema democrático, con sus más y sus menos, se presenta como la mejor opción de las conocidas hasta ahora para llegar a acuerdos y resolver conflictos. Esto no lo voy a discutir. Pero, lo que sí os voy a demostrar es hasta qué punto esto se puede pervertir y dejar de tener sentido, como ocurre ahora.

Para ello, os traigo un ejemplo.

Imaginemos una comunidad de propietarios donde cada vecino tiene su propia vivienda y, como es natural, también tiene una participación en las zonas comunes. Como son muchas las personas que habitan en el inmueble, hace falta llegar a consensos y adoptar acuerdos para, por ejemplo, aprobar las normas que rigen la convivencia de la comunidad o para dar el visto bueno a unas obras que afecten al edifico como podría ser la instalación de un ascensor. En este caso, lo que decide la mayoría es acatado por los demás vecinos por la sencilla razón de que todos ellos conocen de antemano qué materias están y qué materias no están sometidas al criterio de esa mayoría. Saben perfectamente que, en lo que concierne a su casa, sus vecinos no pueden entrometerse. No tienen ni voz ni voto. Es decir, las competencias que esa junta de vecinos tiene están perfectamente delimitadas.

Imaginemos, ahora, que llega un día en el que se convoca una junta de propietarios donde –por iniciativa de unos cuantos– figura en el orden del día votar el color que deben tener las paredes de las cocinas de las viviendas, la marca de los electrodomésticos a utilizar y el número de plantas que se pueden tener. Evidentemente, aquí surgiría un problema porque: por un lado, habrá vecinos que sí deseen someter a votación esas cuestiones y, por otro lado, los habrá que rechacen de plano esa idea sobre la base de que, de puertas para adentro, son exclusivamente ellos quienes tienen potestad sobre su vivienda.

Parece lógico, ¿no?

Sin embargo, esto que es tan fácil de ver aquí, no resulta tan evidente cuando hablamos de la esfera privada de los individuos. El dinero que ganamos por nuestro trabajo nos pertenece, pero hemos aceptado que sea una mayoría la que pueda disponer de él a su antojo. Es a los padres a los que les corresponde legítimamente decidir lo que le conviene o no a sus hijos mientras éstos sean menores de edad, pero hemos aceptado que sea una mayoría la que escoja, por ejemplo, qué es lo que deben estudiar en las escuelas. También hemos delegado en la tiranía de la mayoría la decisión de qué pensamientos pueden o no pueden expresarse, qué productos debemos o no debemos consumir, cómo un empresario debe o no debe gestionar su negocio, y un sinfín de ámbitos más que antaño sería impensable que estuviesen al arbitrio de la mayoría.

En estos tiempos, donde la línea que separa la esfera privada de la esfera pública se encuentra difuminada a causa del creciente aumento del tamaño del Estado y de sus áreas de poder, y donde un selecto grupo de arrogantes considera desde su superioridad moral que sabe mejor que nadie qué es lo mejor para uno, el acto de votar pierde su sentido. En la actualidad, cuando se vota ya no se está eligiendo cómo gestionar la res pública, sino que se está escogiendo qué se hará con el dinero ajeno y, en última instancia, qué proyecto de vida es el que se le va a imponer al resto.

Así, una vez desaparecido el consenso sobre las materias que deben ser sometidas a votación, ocurre lo mismo que en la comunidad de vecinos: hay ciudadanos que reciben con los brazos abiertos depositar parte de su autonomía y libertad en el estado y hay ciudadanos que –aunque parezca impensable– reclaman el lugar que esa libertad individual merece.

En definitiva, todavía hay quienes no queremos decirles a los demás ni qué tienen que hacer con su dinero ni cómo tienen que vivir.