Ya desde niño he tenido pasión por los fenómenos fronterizos; imagino que es una herencia paterna: mi padre, aduanero de profesión (lo que, a estos efectos, ya es un punto), tenía, además, entre sus numerosas aficiones e inquietudes, la geografía, de la que atesoraba un conocimiento enciclopédico.

Una frontera, incluso cuando viene marcada por un accidente geográfico (ya sea un río o una cordillera, por ejemplo), no deja de ser una creación 100% humana: se acuerda que más allá de una determinada coordenada, acaba un país y empieza otro y eso, en la inmensa mayoría de los casos, marca otra lengua, otra cultura, otra historia, otras costumbres, otras leyes… ¡Qué cosas!

España y Portugal -tanto monta, monta tanto- tienen entre sí más de 1.200 kilómetros de frontera, una de las más extensas de Europa; conocida coloquialmente como La Raya. En tan larga distancia, hay varios obstáculos naturales, como el Guadiana o el Duero. En mi caso, toda la frontera próxima viene marcada por el río Miño; en su día, un muro natural, hoy un paisaje amable y hasta turísticamente atractivo.

Hace ya años, lustros, que los empresarios españoles -con mayor intensidad los más próximos a la frontera, como, por ejemplo, los gallegos- empezaron a mostrar su interés por instalarse en Portugal; tan es así que en no pocos casos esa instalación derivó en una mudanza productiva total: menos burocracia, menos trabas administrativas, mayor celeridad en la tramitación de permisos y licencias, asequibles precios de suelo y coste de mano de obra, …; todos ellos han sido -y son- ingredientes que han ido atrayendo, pausada pero incesantemente, un flujo empresarial hacia Lusitania.

Después -ya más recientemente- han sido las personas físicas (es decir, los clásicos Juanes Españoles) quienes han ido apreciando Portugal como un destino del todo atractivo para ubicarse vitalmente allí: un país seguro, con una sanidad óptima, unas infraestructuras modernas, un clima agradable y una gastronomía de lo más atractiva. Si a ello le añadimos que tiene una fiscalidad especialmente friendly para esos recién llegados a los que les ofrece el benévolo régimen de los “residentes no habituales”, pues ya qué les voy a contar…

Sí les cuento, sin embargo, otra cosa; ésta ya no agradable para los oídos. Tengo sobre mi mesa varios asuntos con un denominador común: españoles que han trasladado – ¡efectivamente!- su residencia a Portugal y a los que la Agencia Tributaria (AEAT) se niega a reconocerles -aquí, en España- su condición de no residentes… El asunto daría para mucho, pero me limitaré a apuntarles tres cosas: i) si las pruebas de ese traslado son las que tienen que ser, poco margen hay para cuestionar la realidad; ii) si Portugal certifica la residencia allí, ídem (así lo acaba de apuntar, además, el Tribunal Supremo); y iii) si, aun así, la AEAT discrepa, habría de interactuar con la Hacienda lusa -y no con el contribuyente- al objeto de arbitrar, entre ambas, la solución del caso.

Mejor nos iría en España si nos cuestionáramos qué motivos llevan a tantas personas (físicas y jurídicas) a migrar hacia otros horizontes más amistosos y hospitalarios: veamos la viga en el ojo propio antes que la paja en el ajeno.

#ciudadaNOsúbdito

*Publicado en Atlántico diario el domingo 16/7