Merece la pena releer las aventuras ideadas por Jonathan Swift hace 300 años para criticar a la sociedad de su tiempo y contrastar su vigencia hoy.

El ruido político de la amnistía, derecho a decidir, acusaciones de alzamiento y golpismo, Rubiales, desastres naturales y otros sucesos tristes, fatigan. Cambio el rumbo, aunque sea temporalmente, en busca de aire fresco.

Al leer el título tal vez piensen que he regresado a la niñez, pero no es así, desgraciadamente para mí, como comprobarán si tienen la paciencia de seguir leyendo.

Obras como El Principito, La Isla del Tesoro o Los Viajes de Gulliver – por citar sólo algunos-, de profundo calado moral y social, han sido orientadas editorialmente al mundo infantil, frecuentemente previa castración de los textos, con la consiguiente deslealtad al autor y manipulación del espíritu con el que los escribió.

Resulta tan insólito considerar libro de lectura infantil Los viajes de Gulliver, como hacerlo con El Quijote. En mi colegio era libro de obligada lectura en clase, por párrafos, al ritmo que marcaba el profesor, que iba señalando sucesivamente al alumno que debía continuar la lectura en voz alta. Y lo leíamos como loros, sin una explicación previa. Era un libro de aventuras, fantasía y hasta cómico, aunque no entendiéramos un gran número de pasajes y palabras, refranes y reflexiones.

La obra de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver es una lacerante y satírica crítica de la sociedad inglesa de finales del siglo XVIII, de sus leyes y de sus políticos. El lector sacará su propia conclusión acerca del grado de vigencia esas críticas 300 años después.

Los liliputienses educaban a la juventud para danzar con naturalidad en el alambre, cualidad imprescindible para acceder a empleos de alto rango. Los candidatos a altos cargos debían superar la prueba de saltar por encima del bastón que manejaban el rey y el primer ministro o arrastrarse bajo él, antes de prestar un juramento vacuo y sin compromiso.

La diferencia entre los dos partidos del reino consistía en la altura del tacón de los zapatos de sus afiliados.

Vivían encerrados en su pequeño mundo y negaban la existencia de otras sociedades con formas de vida diferente: se creían pepita del único melocotón.

Estaban generalizadas prácticas como la utilización del prójimo en beneficio propio, la soberbia y las discusiones intrascendentes, por ejemplo, por qué parte debe cascarse el huevo.

Los hijos carecían de deberes para con sus padres y éstos eran considerados los menos idóneos para educarlos; por lo tanto, existían casas públicas para la educación de la infancia.

En El país de los gigantes Gulliver encontró seres engreídos, que basaban la razón en su tamaño y poder; no se requería perfección o mérito para alcanzar un cargo. El mercadeo y el soborno eran suficientes.

Las leyes no podían exceder en palabras al número de letras de su alfabeto, que eran 22. Se expresaban habitualmente con claridad y sencillez.

Gulliver no se detuvo demasiado tiempo en El País de los Lupatas, gentes difíciles de comprender, torpes, contradictorios y poco prácticos, hasta el punto de que un ingeniero estudiaba la posibilidad de construir las casas empezando por el tejado.

Donde Gulliver se encontró realmente a gusto fue en El País de los Caballos, seres lógicos, racionales, agudos e ingeniosos, que desconocían palabras como odio, mentira, guerra, falsedad, castigo o poder.

¿Qué diferencias encuentra, lector, entre la sociedad de mediados del siglo XVIII que describe Gulliver y la actual? Espere, no responda aún: le recuerdo, por si no lo sabe, que Jonathan Swift terminó sus días en compañía de dos caballos, con los que hablaba.

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