Llegan las elecciones municipales y, como si de Navidad se tratara, el ambiente en calles, plazas, negocios y demás se cubre de un aura especial fácilmente detectable. Una de las características típicas que me hacen sentir inmerso en la época veraniega, por ejemplo, es un característico olor – cercano al del pasto recién cortado y muy probablemente provocado en parte por eso– que me evoca una serie de sensaciones y recuerdos relacionados con la estación concreta que estoy a punto de vivir. 

El olor, en el caso de las elecciones a la alcaldía, es más cercano al alquitrán propio del asfaltado de calles. El sonido característico no podría ser otro que el pitido que hacen determinados vehículos cuando dan marcha atrás recordándonos que cerca hay una obra. Ruido típico cuya relación con esta época es la misma que los villancicos tienen con el 25 de diciembre.

Tenemos, también, la comida tradicional de las elecciones: los pinchos de tortilla. Estos son más habituales en los pueblos que en la ciudad – sabemos que lo tradicional tiende a sobrevivir en el rural– y se suelen consumir después de un ritual llamado “mitin” en el que una persona se sube a un atril a decirnos lo bien que lo ha hecho todo o, a veces, lo mal que lo ha hecho otro.

Estas pequeñas cosas nos muestran la importancia sociocultural que tiene esta celebración que aparece cada cuatro años. Y puede que algunos traten de decir que lo que mantengo es reduccionista pues esto de votar a un alcaldable puede trascender más allá de lo folclórico. Sin embargo, pese a que pueda llegar a ser así en alguna ocasión, la mayor parte de los ciudadanos el único cambio que notarán a partir del 28 de mayo será que dejarán de venir señores por su casa a pedirles el voto, además de la desaparición del resto de elementos que hemos mencionado y que son intrínsecos al proceso electoral.

Por lo demás, y si bien es verdad que hay gente – y me consta– muy honrada, cabal y válida como candidata en numerosos ayuntamientos, los propios mecanismos de la política municipal así como su poca independencia con respecto a otras instituciones limitan enormemente la capacidad de actuación en la instancia más cercana a la gente. Es decir, tanto el alcalde como cualquier otro político del consistorio son los gestores más disponibles que cualquier persona tiene a su alcance y, por ello, deberían de tener mayores competencias para que el ciudadano pudiera interactuar de forma más sencilla con aquel que es responsable de tal o cual cosa. Esta forma de descentralización política es la que he defendido en numerosas ocasiones.

Ahora, al haber reducido la función municipal a una serie de cuestiones muy concretas, tenemos que muchos candidatos lo son exclusivamente por sus aspiraciones extralocales y están utilizando a sus vecinos como un trampolín promocional con el cual llegar a ser algo en un sitio más lejano – y con mayor financiación–. De ahí que el proceso se haya folclorizado manteniendo unas mismas características en todos los lugares, pues todas las elecciones están interconectadas y tienden a responder a intereses nacionales –o internacionales– en vez de locales, lo que las ha convertido en una misma cosa en vez de en múltiples que se están dando en varios sitios a la vez.

Mi propuesta, como he dicho, ha sido siempre que los ayuntamientos sean instancias completamente independientes al resto de instituciones, lo que incluye a sus políticos. Esa independencia no es más que lo que antiguamente se llamaron “fueros” y que otorgaban cierto reconocimiento bajo el cual las personas podían sostener sus diferencias y características propias y definirse en contraposición al resto. Además, esto crearía una competencia directa entre los consistorios municipales y el Estado creando una dialéctica que reduciría las injerencias que el poder realiza sobre los ciudadanos.

En definitiva, disfruten de estas fiestas y recuerden que ese asfaltado lo han pagado ustedes.