En el ADN del sector más izquierdoso del espectro político se encuentra cierto gen que provoca una continua lucha personalista por el control del aparato del partido o, si este hubiera conseguido hacerse con el gobierno, por las altas posiciones del Estado y el manejo del rumbo político de las instituciones.
Si revisamos el pasado de la izquierda no podemos evitar llegar a esta conclusión. Tanto en la URSS, como en Cuba, como en la Guerra Civil las discusiones políticas se han mezclado – hasta tomar un tinte indistinguible – con las aspiraciones individuales e intereses egoístas. Ahora, después de tanto tiempo, la pelea abierta entre SUMAR y Podemos ha reflejado que la esencia de la izquierda sigue sin modificarse. Y es que Yolanda Díaz, al no haber conseguido hacerse con los mandos de Podemos, ha fundado su propia organización y, con el apoyo de medios y otros interesados, ha conseguido erigirse como la cabeza visible hegemónica de su sector. Con esto, Díaz se ha visto con la suficiente fuerza como para presionar a sus colegas morados.
Las peticiones de la hasta ahora ministra de Trabajo han hecho hincapié en los nombres que deben constar en las listas electorales. La disputa no ha sido por principios políticos, como de costumbre, sino por egos. Y esa lucha de egos se ha traducido en la histórica marcha de Irene Montero y Pablo Echenique. Con ellos, desaparece los últimos resquicios de lo que hasta no hace mucho tiempo conocíamos como Podemos y la fuerza que pretendía presentarse como movimiento popular ha sucumbido ante SUMAR que, después de todo lo ocurrido, no es más que una Izquierda Unida refundada.
Y es que las purgas y luchas de egos son plenamente naturales en un entorno en el que se juega a conseguir poder y control. La propia ideología de la izquierda radical provoca que sus mentores propongan solamente medidas dirigidas a aumentar la capacidad del Estado frente a lo privado y social. De esta manera, dado que todos están de acuerdo en que lo deseable es la politización de todo, hasta de lo común y ordinario, las peleas internas solo pueden darse por ver quién es el que ostenta ese poder. De forma que estas organizaciones se acaban convirtiendo en “favorecer el control por si algún día puedo ser yo el controlador”. El problema es que sus propias ambiciones son las que transmiten esa desconfianza que hace que muchos les rechacen.
Lo paradójico es que esto sucede en un entorno que crítica al sector privado, entre otras cosas, por ser un mundo “competitivo”. En la práctica vemos un ambiente mucho más colaborativo dentro del mercado y la empresa que dentro de aquellos partidos cuya única ambición es colocar uno de los suyos en puestos que les den la capacidad de manejar las vidas ajenas a voluntad. Eso es lo que nos han dicho indirectamente al construir las listas electorales.
Es verdad, no obstante, que pedir la desaparición de Irene Montero es algo motivado por la mala fama derivada de la nefasta ley de “solo si es si”. Esto es algo común, ya no solo entre la izquierda, sino en toda la política. Y es que las ideas, en la práctica, importan menos que la fama pues es esta última la que da los votos.