Por Juan Carlos Varela Vázquez.

El pasado 19 de Abril un buen amigo me invitó a la presentación del nuevo periódico digital AHNoticias de ASCEGA. Su presidente nos dirigió unas palabras en las que enfatizó la vocación de irreductible independencia con la que nacía el medio. Mientras le escuchaba pensaba en la aldea gala de Asterix, en la elemental necesidad de disponer de canales comunicativos refractarios a la influencia del poder o al soborno de la subvención y en algo más.

Martes, 18 de Abril del 2022. Fox News, la cadena de televisión por cable más vista en Estados Unidos, acepta un acuerdo extrajudicial por el que pagará 787 millones de dólares para no ir a juicio, por haber difamado a Dominion Voting Systems, la empresa de máquinas de escrutinio electoral, responsable del recuento de votos en las elecciones presidenciales que dieron ganador a Biden frente a Trump, el 3 de Noviembre del 2020.

Las palabras que titulan este artículo son de Justin Nelson, abogado de Dominion, al salir del juzgado de Wilmington (Delaware), tras cerrarse el caso. Son palabras de una sencillez contundente que abren una puerta a la esperanza ciudadana y enseñan el camino para demoler la mentira manufacturada por algunos políticos, en colaboración necesaria con algunas grandes compañías de comunicación de masas.

Seis días más tarde, las consecuencias seguían goteando. Tucker Carlson, presentador estrella de Fox Tonight, el programa más visto en la televisión estadounidense, es cesado. Con su salida se silenciaba no sólo a uno de los altavoces que marcaba el paso a la agenda del Republicanismo radical, sino a un influencer del odio, a un prestidigitador de la mentira, las medias verdades y la manipulación, a un difusor del bulo destructivo de Trump: “las elecciones en los estados de Arizona, Pensilvania, Georgia, Michigan y Nevada fueron robadas por los demócratas”.

Pero Carlsson es responsable de mucho más. Concretamente de cebar, desde su programa, una espiral de fanatización que desató la jauría humana, versión entre troglodita y neonazi de los sans-culottes, que saqueó el Capitolio el día de Reyes del 2021.

Pero Carlsson acabó siendo mucho menos. Su carrera profesional en la Fox fue ninguneada como cortafuegos de su amo y señor, Rupert Murdoch, el dueño de las noticias.

Sabemos que Murdoch lo sabe. Sabemos que la mentira pública no va a desaparecer, aunque él haya mordido el polvo de la justicia. Y no lo va a hacer porque es consustancial al poder político, infatigable creador de ira y miedo.

Gobernar es hacer creer, decía Maquiavelo. Por eso Murdoch sacrificó en el altar de una ética fingida, a su detritus televisivo para evitar la humillación pública y que su cadena pidiera perdón por dar cobertura a la “gran mentira” divulgada por Trump y sus secuaces.

Sin embargo, el triunfo es incompleto. Deberíamos saber cómo Murdoch desencadena el proceso creativo de las fake news. Deberíamos saber cómo maneja los hilos de sus marionetas en prime time, como émulo de Charles Foster Kane, para hacer que la gente piense lo que él quiere que piense.

Porque el cese fue explicado por la Fox, en un alarde de cinismo imbatible, como el reflejo del continuado compromiso de la cadena con los más altos estándares periodísticos. Y el gran muñidor siguió fumándose un puro.

 Conviene recordar que esto sucedió después de evidenciarse la impostura y el doble lenguaje de este canal, al publicarse las comunicaciones privadas entre sus presentadores, reconociendo no creer las mentiras de Trump, mientras seguían difundiéndolas como propias, sin rubor alguno.  

En otras palabras, eran conscientes de que estaban engañando y manipulando a su audiencia cumpliendo fielmente aquella reflexión de Upton Sinclaire: “Es difícil hacer que un hombre entienda algo, cuando su salario depende de que no lo entienda“.

Pero esta es la estrategia comercial de Murdoch: “agitar la camisa ensangrentada” para abandonar al Partido Republicano en manos del Joker y convertirlo en una secta caudillista. Lo paradójico es que esto sucede en un país en el  que la libertad de prensa tiene la máxima protección constitucional, pero cuyos tribunales discriminan el error de la insidia maliciosa. Por eso tenían las de perder. Por eso, seguirán mintiendo, eso sí, mirando el retrovisor, sin importarles seguir creando una atmósfera guerracivilista en un escenario exportable a otros países.

 Esto nos lleva a la pregunta tantas veces reformulada: ¿Por qué en el siglo XX la democracia era un sistema prestigioso y deseable y en el siglo XXI se encuentra bajo sospecha? Aventuro una respuesta.

En el siglo pasado las democracias morían con un golpe militar o una revolución. En el actual es innecesario tomarse tantas molestias y el derramamiento de sangre no resulta imprescindible, por mucho que diga la Ponsatí.

De la mentira sistemática y la desinformación públicas derivan unas consecuencias más sibilinas. Como un orballo incesante va calando las emociones de los ciudadanos y las instituciones públicas, con una trama de falsedades disimuladas detrás de campañas de intoxicación no declaradas, en un contexto que garantiza la libertad de expresión. Pero como ese tumor maligno que no avisa, los efectos son letales. ¿Por qué?

Porque nos desanima a creer en la capacidad de la democracia para resolver problemas materiales como la desigualdad económica o la disminución de la movilidad social. Porque nos hace mirar de reojo las transformaciones demográficas que agitan nuestras ciudades, como consecuencia de la inmigración. Porque las sociedades están cambiando de forma irreversible y el miedo es la carnaza para que los carroñeros de la polarización azucen el odio, la desconfianza y la ira contra un sistema incapaz de cumplir sus promesas y vulnerable a este tipo de ataques.

Hoy, como hace veinticinco siglos, seguimos presos en una caverna, ahora, digital. Unas noticias suceden a otras, atropellándonos e impidiéndonos reflexionar en profundidad. Vivimos una vida de ruido y furia, contada a un ritmo marcado por la pulsión de un teclado infatigable.

Y la verdad es otra cosa. Según Hanna Arendt, es silenciosa, duradera y nos proporciona certidumbre. Es un cimiento. Por eso la buscamos instintivamente. Porque nos da firmeza. Sin embargo, en nuestra cueva digital, la verdad se desintegra arrollada por la velocidad y la fugacidad de la información.

Por eso las palabras de Nelson son tan trascendentes. Porque levantan una muralla para defender la verdad como bien público, como derecho fundamental de los ciudadanos. Porque en democracia (disculpen la candidez) se trata de decir la verdad, y de que los políticos y los medios de comunicación nos cuenten la verdad.

Y porque supone un paso adelante para cualquier sistema democrático enviar una señal inequívoca de que si los medios de comunicación mienten, de que sí los políticos mienten, sean quienes sean, en el canal que sea y lo hacen a sabiendas, tendrán que pagar un precio muy alto, que no es sólo el de las urnas o el de la audiencia. Es el del peso de la ley que nos hemos dado entre todos.