Después de una noche electoral un tanto dramática para el PSOE, Pedro Sánchez compareció para anunciar el adelanto de las elecciones generales al 23 de julio, la primera fecha posible. El proceder del presidente ha brindado un ejemplo perfecto de que en el terreno de la política también es perfectamente aplicable la tercera ley de Newton que establece que con toda acción hay una reacción igual y opuesta. Sin embargo, no deja de fascinar la inmediatez con la que la reacción tuvo lugar, pues no habían transcurrido ni tan siquiera veinticuatro horas entre el cierre de unas elecciones y la convocatoria de otras.

De la noche a la mañana fueron disueltos el Congreso y el Senado y, en un abrir y cerrar de ojos, se dio carpetazo a todos los proyectos legislativos que se encontraban en curso. Tal ha sido la agilidad que hasta dio tiempo a que el último Consejo de Ministros, además de la disolución de las Cortes, diese luz verde a un plan de publicidad institucional dotado con 440 millones de euros. Es admirable y propio de un gobierno de la gente no haber dejado en el tintero una cuestión tan trascendental para el ciudadano como lo es la propaganda institucional, pues no vaya a ser que el votante se atreva a dudar de la veracidad del “salimos más fuertes”.

Como se puede comprobar, querer es poder y la voluntad política mueve montañas. Cuando ésta hace su aparición, todos los engranajes del engorroso aparato estatal pasan a funcionar a la perfección. La ineptitud y lentitud a la que los ciudadanos están acostumbrados se esfuma y, en su lugar, surge una organización estatal que es capaz de movilizar todos sus recursos para celebrar unas elecciones generales en menos de dos meses sin apenas despeinarse y —más sorprendente aún— sin cita previa alguna.

Esa misma maquinaria estatal que en cuestión de horas puede disolver las Cortes y adelantar los comicios generales es también la que arrastra esperas de meses para atender presencialmente a sus ciudadanos o la que se demora injustificadamente en la concesión de permisos y licencias. Por lo visto, la productividad del aparato estatal es selectiva: en menos de veinticuatro horas es posible poner fin a una legislatura, pero no es posible abrir un negocio con el cual ganarse la vida sin antes atravesar el infierno burocrático patrio caracterizado por la ingente cantidad de trámites administrativos a cumplimentar.

Según una encuesta del Banco Europeo de Inversiones (BEI), España es el país con una mayor proporción de empresarios que afirman que la carga burocrática condiciona negativamente sus inversiones. Pero lo cierto es que estas barreras administrativas no son indiferentes, sino que se traducen en costes para el tejido empresarial. Recientemente, el Instituto de Estudios Económicos ha cuantificado ese sobrecoste en aproximadamente 7.770 millones de euros al año.

Cuando se trata de implementar en la Administración las mejoras que demandan los ciudadanos, ya se pueden recopilar firmas, convocar manifestaciones o mismo invocar a Dios, que nada de ello contará con la fuerza suficiente para que alguien se digne a mover un mísero dedo. En cambio, ese infierno burocrático, lento y torpe, donde reinan la inacción y la desidia y donde, por desgracia, se encuentra inmerso el ciudadano, deja de serlo si, en vez de servir a los administrados, tiene que satisfacer los intereses políticos y particulares de quienes están al mando.