Casi toda España clama contra la amnistía. No puede ser de otra manera. Dos encuestas publicadas esta semana fijan entre un 80 y un 85% la población disconforme con esta medida que está a punto de aplicar Pedro Sánchez para conseguir mantenerse en el poder. Pero estoy seguro de que ese porcentaje en contra variaría ostensiblemente si la inminente amnistía viniera acompañada de un “campechanazo”. Es decir, si los independentistas catalanes entonasen previamente un sincero “lo siento mucho, nos hemos equivocado y no volverá a ocurrir”.
Pero no. Eso no va a pasar. Para nada son esas las intenciones, y de ahí que el rechazo a la amnistía sea aún mayor. Porque, insisto, si Pedro Sánchez fuera capaz de sacarles un “campechano” a los separatistas catalanes, yo mismo, en aras de la unidad, de la concordia y de desinflamar un poco el escenario político, estaría a favor de la concesión de ciertas medidas de gracia.
Pero para que eso ocurriera, todos los españoles, con los líderes independentistas a la cabeza, tendríamos que ir de la mano. Lo cual, a estas alturas, no es más que un escenario idílico e imposible. Y digo idílico, sí, porque mucho mejor nos iría a todos si en lugar de perder el tiempo, el dinero y la energía en luchas intestinas entre territorios que no nos llevan a ninguna parte, lo dedicásemos a lo que de verdad importa: a procurar un país más justo e igualitario, en el que todos jugásemos con las mismas cartas y tuviésemos las mismas oportunidades; a hacer un país más competitivo y capaz de defenderse de las injerencias y amenazas que nos llega desde fuera, sin tener por fin por qué preocuparnos de las tensiones internas.
Tensiones como, por ejemplo, las que estos días ha provocado en la sociedad la utilización en el Congreso de los Diputados de las lenguas cooficiales de Cataluña, País Vasco y Galicia. Me resulta de todo punto inconcebible que todavía haya gente que no es capaz de valorar ese infinito tesoro que es el español, un idioma con el que te puedes comunicar con más de 600 millones de personas en todo el planeta.
Como ya he contado en alguna ocasión, escucho con asiduidad numerosas emisoras de radio iberoamericanas. Y tengo la sensación de que en los países del otro lado del océano valoran mucho más que nosotros lo que supone tener un idioma común.
Recuerdo, por ejemplo, que hace algunos años, en Argentina, la numerosísima colonia de emigrantes italianos generó un movimiento con el objetivo de tratar de implantar en aquel país el italiano como lengua cooficial. El asunto, por supuesto, ni se llegó a tramitar. Si algo así hubiese ocurrido en España, y sus promotores tuviesen los votos necesarios como para ser decisivos en la formación del Gobierno, no pongan en duda que el italiano sería hoy idioma cooficial en nuestro país. Esa es la gran diferencia entre el orgullo con el que ellos defienden el español y el interesado maltrato que le aplicamos nosotros.
Vaya por delante que yo me siento igual de orgulloso del idioma gallego y defenderé y legitimaré siempre su uso en nuestra comunidad. Pero no le veo sentido a tratar de implantarlo en Madrid, cuanto ya tenemos un idioma tan rico y maravilloso en el que nos entendemos todos.