Estamos rodeados de imágenes de éxito cuando es, claramente, infrecuente el alcanzarlo.
Las gestas, los triunfos, la mejor imagen o los logros son cosas que venden frente a lo común.
Lo cotidiano no suele ser ensalzado en los Medios y mucho menos en las Redes Sociales y eso ha llevado a muchos a vender una imagen distorsionada de si mismos atraidos por una necesidad de destacar, empujados por ese standard.
Lo cierto es que la vida está salpicada de infinitas derrotas que aprendemos a relativizar y que nos sirven para reclutar muchos recursos esenciales para ir mejorando cara a un éxito que pocas veces llega.
Es así de crudo: fundamentalmente aprendemos a perder. Pero ni es un drama ni un fracaso, si acaso lo sería el no intentarlo de nuevo.
Todos nacemos con unas potencialidades que nos impulsan y un entorno que puede ser más o menos favorecedor. De nuestro desempeño y de otras muchas circunstancias que escapan a nuestro control depende parte de nuestro éxito.
Digo parte porque primero deberíamos definir lo que es el éxito. Es un término absolutamente poliédrico que tiene mucho más que ver con la satisfacción personal que con algo tangible y generalizable.
Fácilmente tendemos a confundir éxito con victoria y no necesariamente van de la mano.
Éxito, a mi modo de ver las cosas, está en todo ese camino que libremente decidimos emprender para perfeccionar o perfeccionarnos en cualquier campo de nuestras vidas.
Ese camino no acostumbra a ser dulce pero es agradecido y enrriquecedor si somos reflexivos y aceptamos que probablemente la mayoría de las veces no se alcanza el objetivo deseado.
La gestión de todo esto es fundamental para que ese objetivo que se aleja no se convierta en una frustración que nos desequilibre o que la traslademos a los demás.
Flexibilizar, relativizar, tolerar … no tienen por qué estar reñidas con la determinación que se precisa para cualquier proyecto, y sin embargo se vuelven fundamentales a la hora de gestionar cualquier decepción.
¡Un pequeño lloro siempre será liberador!