Abstenerse y seguir criticando ni es constructivo ni facilita la convivencia.

Cuando se aproximan los períodos electorales oímos decir cosas como “todos son iguales”, ”no entiendo de política”, “eso es cosa de políticos”, y otras expresiones similares.

¿Cuál es la causa? En muchos casos, tal vez el hartazgo y la decepción ante la falta de soluciones a los problemas de cada día, la corrupción, el lenguaje bronco y obstruccionista de unos y otros en función de las circunstancias y otras  razones de cada elector.

Muchos de los que así se expresan optan por la abstención, que la clase política suele interpretar arrimando el ascua a su sardina: el tiempo –sea bueno o malo-, falta de espíritu ciudadano, etc. Raramente hacen una reflexión seria y objetiva sobre quienes no votan.

Diferente sería la situación si quedaran vacíos los escaños proporcionales al número de ciudadanos que se han abstenido. Pero, dado que ni en los  tratados de Derecho Político ni en nuestra legislación se contempla esta posibilidad, la única forma de evitar que otros elucubren sobre las motivaciones de los abstencionistas, es votar.

Una parte de los que se abstienen, suelen argumentar que no están conformes con el sistema vigente o que su voto es inútil, pero estos descontentos olvidan que los cambios se promueven desde dentro del sistema: ni el caos ni el tancredismo son las soluciones.

Lo más sano para la convivencia y para dar solución a los problemas de la sociedad, es promover la participación.

Y si ninguna de las opciones partidarias que se ofrecen colma nuestros deseos de forma plena, tal vez deberíamos aplicarnos alguno de nuestros sabios refranes: “lo mejor es enemigo de lo bueno”, “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, o, incluso, acudir a depositar la papeleta con una pinza en la nariz.

Aún quedaría la opción de voto en blanco, generalmente fruto de una seria reflexión, olvidado y hasta despreciado, pese a ser tan legítimo que el voto partidario.

Esta sería la única forma de conocer con una cierta aproximación, cuál es la forma de pensar de la mayoría social, y, a partir de ahí, hay que admitir la legitimidad de sus decisiones y respetarlas.

Tras unas elecciones, continuar con las críticas cerriles es incongruente y destructivo, al tiempo que pone de manifiesto una escasa capacidad para la convivencia.

El voto, según la Constitución, es un derecho, y su ejercicio debería llevarse a cabo con sentido de la responsabilidad, dada su trascendencia.

La memoria del pasado más próximo, el nivel de cumplimiento de promesas electorales anteriores, distinguir entre promesas posibles y utópicas, separar el grano de la paja…, nos permitirán formar una opinión seria y responsable.

Con estos principios, entre otros, el votante podrá aproximarse al nivel de credibilidad de cada opción política; actitud más saludable para la convivencia que el voto irreflexivo y visceral.

Hay que evitar que interpreten nuestra opinión y, en la próxima convocatoria electoral, podremos rectificar si nos hemos equivocado.