Numerosos medios de comunicación publicaron la semana pasada una nueva tendencia -si es que se le puede llamar nueva- entre los jóvenes. Se trata del co-living, un anglicismo que hace referencia a lo que en español se ha llamado siempre “compartir piso”. Muchos usuarios reaccionaron a estas publicaciones quejándose por un supuesto blanqueamiento de la pobreza. Vendría a ser algo así como ponerle un nombre “cool” a una situación indeseable a la que muchos se ven abocados por la falta de oportunidades y el enorme problema de la vivienda que existe en zonas determinadas de España -normalmente grandes ciudades-.

Sin embargo, aunque el enfoque que se le ha dado desde la crítica es más o menos intuitivo y coincide con buena parte de la realidad social, el problema del co-living trasciende de lo puramente económico. ¿Acaso no se ha compartido piso siempre? ¿Es deseable vivir sólo? La cuestión no es, por tanto, si se comparte piso -mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos y demás siempre lo hicieron-, sino con quién se está compartiendo piso: con completos desconocidos.

El co-living no sólo muestra la incapacidad de los jóvenes para hacerse con un piso, sino para hacerse con un hogar. Lo que subyace es que se ha cambiado el modelo de convivencia basada en relaciones personales y amorosas por aquel que conduce a la soledad pese a estar rodeados de personas. El modelo social, propio de la desestructuración de la familia y de la individualidad mal entendida, propone como modo de vida objetivos que no requieren ni compromiso ni sacrificio. Es decir, se está creando una generación de adolescentes perpetuos que buscan incansablemente el placer inmediato sacrificando el largo plazo y, por tanto, haciéndoles incapaces de comprometerse con alguien más allá de las pocas ocasiones en las que se recibe algo a cambio. El resultado: la convivencia se está convirtiendo en soledad, en compartir por obligación económica, en una relación intrascendente que puede ser rescindida en cualquier momento.

Lo efímero gana a lo perenne, lo desechable vence ante lo estable. Es incuestionable que existen también factores económicos que frenan las posibilidades de invertir, ahorrar y comprarse una vivienda, pero también lo es que hay factores sociológicos propios de esta época que inducen al desapego. Cuando hay desapego no hay compromiso, no hay familia. La familia exige un sacrificio, trabajar para otros, algo no inmediatamente placentero aunque sí enormemente satisfactorio.

Esta forma de pensar también influye en lo económico. Famosas son las tesis de Hans-Hermann Hoppe sobre la preferencia temporal. El autor, como ya hemos mencionado en otras ocasiones, argumenta que la visión a largo o corto plazo que mantenga una sociedad influye directamente sobre la estabilidad económica y social. El que sólo mira a corto plazo -tendencia en auge en la actualidad- consume ahorro, no invierte, se estanca, no mejora. Las sociedades que avanzan son las que se sacrifican. Así, Hoppe mantiene en un artículo académico llamado “sobre la propiedad y el origen de la familia” que la familia, tema central de este escrito, nació como forma de asegurar al Ser Humano su visión a largo plazo, para instaurar y establecer virtudes asociadas al compromiso, especialmente en el cuidado de los hijos.

Ahora, dada la inexistencia de preocupaciones a largo plazo y al empecinamiento en solo mantener lo inmediato, queda de lado la cuestión del cuidado perpetuo de los hijos, algo que acaba retomando el Estado en eso que llamamos educación pública. En definitiva, el abandono del compromiso lleva a la inexorable intervención del Gobierno en todos los aspectos que se quedan vacíos por la falta de responsabilidad de los ciudadanos. Con ella, el poder político se ve cada vez con más poder para hacer lo que quiera. Y la culpa es solo de la omisión de los que pudieron frenarlo.